El hambre emocional se da cuando sentimos emociones incómodas y tenemos el impulso de comer para aliviarlas. El estrés, la ansiedad, la tristeza, el aburrimiento, el enfado… pueden conducirnos a sentir un hambre que no es real.
Casi todo el mundo nos dejamos llevar por este hábito a veces, aunque para algunas personas puede ser mucho más problemático y estar vinculado con algún trastorno alimentario. Tanto si se trata de un hábito ocasional como si es algo a lo que recurrimos a menudo, hay ejercicios que podemos utilizar para aliviar el hambre emocional y poder gestionar nuestras emociones de una manera mucho más saludable.
Desde el campo de la neurociencia se ha observado que el cerebro es maleable y puede cambiar en función de los nuevos comportamientos que llevemos a cabo, reforzándolos neurológicamente cada vez que los repitamos. Lo que esto significa es que cada día tenemos una nueva oportunidad de crear nuevos hábitos que reemplacen a los que ya no nos sirven.
El hambre emocional, más allá de ser un hábito potencialmente nocivo, puede convertirse en una alarma, una señal que nos haga parar y tomar conciencia de nuestros pensamientos y sentimientos, una brújula que nos indicará dónde necesitamos mirar, qué es aquello a lo que tenemos que atender en estos momentos para volver a nuestro centro.
En este artículo quiero hablarte de la neuroplasticidad (la propiedad de nuestra mente que hace posible que establezcamos nuevos hábitos) y darte algunos ejercicios efectivos para el hambre emocional: la meditación, la práctica de la pausa y la respiración consciente.
Con los cuatro ejercicios que te propongo podrás influir sobre el hábito del hambre emocional y muchos otros. La clave que subyace a todos ellos es la consciencia, ya que solo si somos conscientes de lo que nos sucede tenemos la oportunidad de cambiarlo.
Este es el segundo artículo en la serie sobre el hambre emocional. El primero es El hambre emocional: entenderla mejor para transformarla.
El hambre emocional es el impulso que sentimos para alimentarnos cuando no tenemos en realidad una necesidad física de ello. El acto de alimentarnos hace que se segreguen hormonas vinculadas al placer, entre ellas la dopamina, encargada de generar una sensación de recompensa cuando hacemos algo que ayude a nuestra supervivencia, como es el comer. Además, el cerebro libera opiáceos tras la comida, lo que explica en parte por qué comer calma nuestras emociones.[1]
Esta cascada de neurotransmisores vinculados al placer explica por qué muchos de nosotros hemos desarrollado la alimentación emocional como estrategia para calmar la ansiedad.
Para muchas personas el hambre emocional genera un círculo vicioso que pasa por las siguientes fases: 1) algo nos causa malestar, 2) sentimos un impulso abrumador de comer, 3) cedemos al impulso y nos alimentamos emocionalmente, 4) nos sentimos impotentes frente a la comida, culpables y con más ansiedad, 5) volvemos a la casilla de salida: sentimos malestar y el impulso de comer.
Podemos estar atentos al hambre emocional observando qué tipo de alimentos nos apetecen en un momento dado. Generalmente serán alimentos procesados basados en hidratos de carbono simples como bollería industrial, galletas, tabletas de chocolate, cereales de desayuno, postres lácteos..., así como también grasas poco saludables como queso y otros lácteos, alimentos procesados como la pizza, pasta y arroz blanco, etc.
Sabemos desde los años 40 del siglo pasado que el cerebro tiene la capacidad de adaptarse, la estructura neuronal no es rígida sino que resulta en mayor o menor medida variable, y el concepto de neuroplasticidad ha sido estudiado extensivamente desde los años 60. A principios del siglo XX, el médico Santiago Ramón y Cajal fue el primero en hablar de plasticidad neuronal, observando que el cerebro de las personas puede cambiar una vez alcanzada la madurez.
Algunas décadas más tarde, en 1998, pudo ser establecido un concepto relacionado y mucho más fascinante, la capacidad del cerebro adulto de generar nuevas neuronas: la neurogénesis.[2] Es decir, no solo podemos cambiar la manera en que las neuronas se organizan en nuestro cerebro, sino que también mediante nuestros hábitos y estilo de vida podemos ayudar a crear nuevas neuronas.
Todo esto nos da una base para lo que muchas tradiciones espirituales y culturas milenarias han practicado: el adiestramiento mental, el cambio de hábitos y el desarrollo de las capacidades cognitivas a través de ejercicios de respiración y de meditación.
Los hábitos se afianzan en nuestro cerebro cuando ante un estímulo repetimos una y otra vez el mismo comportamiento, fortaleciendo el vínculo entre las neuronas encargadas de procesar el estímulo y las que están a cargo de ese comportamiento en concreto: entre la sensación de hambre emocional y la respuesta de abrir un paquete de galletas. Los neurocientíficos lo resumen con la frase “Las neuronas que se disparan juntas, se conectan la una con la otra”.
El primero de los ejercicios para el hambre emocional tiene que ver con la neuroplasticidad. Con el ejercicio de la pausa buscamos que las neuronas que están relacionadas con el impulso de comer y las que ponen en marcha la acción no se disparen juntas, haciendo que el hábito sea cada vez menos fuerte.